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2015-09-21
El profesor Rosales, de cuarto
No, para mí la historia jamás ha sido aburrida. Ni la real ni la inventada. Me apasiona, pero no fue sino hasta cuarto de primaria cuando me di cuenta de que también en la escuela podía ser así: antes, las clases de historia de México que había recibido habían sido, cuando mucho, mediocres, impartidas por profesores mucho más interesados en otras cosas, tales como la buena letra, la higiene o los espantosos quebrados, pero de historia, nada.

Yo llegué al cuarto grado de primaria bastante confuso. En el antiguo Colegio Franco Inglés, los de cuarto estábamos en medio de los grandes; apartados de los pequeñitos de primero y segundo, quienes estaban en otro patio. Una reja nos dividía de los extraños grandes de bachillerato quienes, nosotros creíamos, además de fumar a escondidas en los baños eran capaces de destrozar a cualquier niño que tuviera la imprudencia o mala fortuna de cruzarse en su camino.

El caso es que los de cuarto éramos demasiado grandes para ser pequeños, pero demasiado pequeños aún para que nos tomaran en serio, sobre todo yo que en esos tiempos era el primero de la fila. Además, las clases me aburrían espantosamente. Siempre estaba mirando por la ventana, haciendo dibujos en mis cuadernos, leyendo los libros de Lengua Nacional (creo, pero no estoy seguro, que así se llamaba aún); siempre, salvo en las clases de historia del profesor Rosales.
La Independencia y sus batallas, las historias virreinales y la Revolución con los males del maligno porfiriato verdaderamente me emocionaban, y el profesor se daba cuenta de ello. Lo recuerdo, con su traje café (en esos años toda la gente decente, y los profesores normalistas lo eran, vestían de traje), peloncito, gordito, me regañaba a todas horas excepto en la clase de historia.

Que si el Pípila quemando la puerta de la Alhóndiga o los Niños Héroes muriendo trágicamente bajo las balas de los gringos; que si Villa cabalgando las llanuras norteñas con sus Dorados o los federales acarreando gente para Valle Nacional, todo era emoción. Tanta, que una vez platicando con mi papá en esos años me atreví a contradecirlo en alguna discusión que tenía que ver con la historia. Me he de haber sentido muy seguro porque en esos tiempos era muy raro que tratara de llevarle la contraria a alguien y menos a él, a quien yo veía con admiración, respeto y miedo, además que pensaba que era tan viejo como las pirámides de Teotihuacán, sin darme cuenta de que a sus 32 o 33 años era poco más que un muchachito.

El mundo, ni qué decirlo, era muy diferente de lo que es ahora. Pocas semanas después de esa ocasión, llegó el fin de cursos, que en el Franco Inglés era una ceremonia larguísima, con todos los alumnos formados en el patio y los maestros y directivos hacían discursos al tiempo que entregaban los premios a los mejores alumnos de cada grado. Empezaban por la Excelencia, al mejor promedio, que generalmente acaparaba los primeros lugares en todas las demás categorías.

Los mejores estudiantes recibían una medalla y un diploma —para los tres primeros lugares—. Yo nunca obtenía nada, aunque pasaba el año sin mayores problemas, pero en esa ocasión en 1965 o 66, a la hora de la entrega, me asombré cuando el maestro de ceremonias, al final de los premios que correspondían a mi grupo de cuarto, dijo: ?Páramo Chávez, Alfredo Gabriel Esteban, cuarto lugar en Historia?. Mis compañeros me empujaron levemente para que fuera a recibir mi diploma (no me correspondía medalla). Me lo entregó el propio profesor Rosales, con su rostro severo, pero sonriente. ?Te lo mereces, Páramo, aunque debiste haberte esforzado más?.

Ese día me celebraron mucho en casa, donde siempre tuvimos en gran estima la escuela y los logros académicos y mi papá me dijo: ?Mira, Alfredo, veo que sí sabes historia y tenías razón cuando me corregiste el otro día?.

Hasta la fecha creo que las clases del profesor Rosales, pero sobre todo ese gesto que yo veo bondadoso, ya que reconocer al cuarto lugar era un hecho extraordinario y sé que cualquier acción que vaya contra el status quo burocrático requiere de una buena dosis de voluntad y de cierta rebeldía.

El profesor Rosales no solamente me enseñó historia, sino que marcó mi vida.

 
 
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