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2017-12-07
La independencia de Cataluña y mis extrañas razones para apoyarla
Hay algo que debo decir (franqueza obliga): los motivos para la independencia de Cataluña son irrelevantes. En general, discutir sobre la derrota de 1714, las balanzas fiscales o el mal trato de Madrit resulta, amén de ridículo, cansino. Aunque quede mal apelar a la experiencia, sé de qué hablo y nada me produce más depresión que estos recurrentes laberintos discursivos basados en supuestos debes y haberes. Gran parte de los agravios son compartidos por el común de los españoles que saben, todos ellos, de abuelos exterminados por la gracia del Caudillo o de porrazos inclementes contra todo aquel que ose alzar la mano. Esta España de imperial pasado y colonial destino, solo conserva un instrumento de compensación para sentirse la nación que nunca pudo ser: hostias a mansalva.

Así que no perderé mi tiempo en cuentos sobre las bondades de la independencia de Cataluña. Eso ya no es lo mío. Mi infancia y mi juventud las pasé como devoto militante de la causa. Y cuando ser independentista no era lo más popular -allá por los ochenta- yo fui uno de los jóvenes que decidí salir a las calles por una causa perdida cuyo destino más seguro era la prisión. No me detendré, pues, a exponer razones históricas, culturales y económicas que desmenucé (y cuestioné) en varios libros antes que me hiciera mexicano y rompiera muchos vínculos con mi tierra natal.

Para bien o para mal, ahí están libros de investigación como En tierra de fariseos. Viaje a las fuentes del catalanismo católico que publicara Espasa Calpe en el año 2000. Quitando exabruptos, redundancias y dramatismos, me sigue pareciendo un buen estudio sobre las trampas fundacionales del nacionalismo catalán, consolidado como reacción conservadora y burguesa tras la hecatombe del imperio español en Cuba y Filipinas. Documentos, historias y testimonios engarzados de un movimiento fundado sobre retazos de darwinismo social, cruzada católica y pánico moral a las masas obreras. Pese a ello, este organismo resistió a sus propias y oscuras raíces para mutar en la corriente progresista de los treinta que describí en Tarradellas, un segle de catalanisme.

Luego, mi indagación sobre los orígenes de mi pasión identitaria prosiguió con un libro-testimonio sobre Terra Lliure y aquel independentismo revolucionario que mutó en moderado bajo las alas de Esquerra Republicana de Catalunya a principios de este siglo, justo cuando dediqué otro de mis ensayos -corto y frívolo- a la promesa más fulgurante de la coyuntura, Joan Puigcercós, artífice del último intento consensual entre Madrid y Barcelona, el gobierno tripartito (2003-2006) que intentó profundizar la autonomía pactando con los socialistas, solo para descubrir que en los altos tribunales de España, todo lo que se estableció en la transición es intocable y sagrado.

Si le añado, un libro perverso e intimista sobre el kumbayismo catalán, solo puedo decir que pasé gran parte de mi vida amando y odiando, a veces a partes iguales, esta pequeña patria mía a la cual dediqué una pasión enfermiza y constante que terminó en 2006 cuando las guerras electorales de México me recordaron el eco de los pasos latinoamericanos que un día compartimos en la lejana, y solidaria, Barcelona de los setenta. Digamos, pues, que abandoné las coordenadas vitales que me guiaron por más de treinta años: la independencia de Cataluña, el nacionalismo catalán y todas sus corrientes (de Irlanda del Norte a Georgia, pasando por Euskadi) que fueron, en verdad, mi raison d’être.



La independencia de Cataluña o mi vida recurrente y pasada


Hay para mí un antes y después de 2005, el año en qué hui de una ciudad que ya me estaba cayendo encima. Y en este pasado que dejé atrás quedaba también las raíces de mi yo original, del cual estaba francamente cansado. Lo abandoné, primero con zozobra y dolor, luego con olvido y resentimiento, al final con ternura y buen humor. Y, cuando ya nada tenía que decir, llegó esta cosa del procesisme, una fantasía de escape que nunca tomé demasiado en serio. Mas sucedió lo contrario: tras años de marear la perdiz, las fuerzas vivas del soberanismo le dijeron al gobierno catalán que era tiempo de decidir sobre la independencia de Cataluña. Y llego ese día sombrío y revelador del 1 de octubre de 2017 tras el cual publique en mi Facebook estas reflexiones en caliente:

Decidieron intervenir a porrazos y convirtieron una consulta ilegal en una reivindicación de los más elementales derechos democráticos. No es nuevo ni es extraño: en España, y desde siempre, se reprime en las calles y se tortura en las comisarías, pero esta vez todo sucedió en tiempo real y ante los ojos del mundo.
Lo que se hubiera ganado en un referéndum institucional se perdió para siempre en ciudades y pueblos de Catalunya. La proclamación de independencia llegará muy pronto y el costo de reprimir (y ni impedir) la votación masiva se incrementará hasta niveles insoportables
Hoy, mis compatriotas sienten que han ganado la batalla de la autodeterminación y con su “rauxa” pacífica y valiente no puedo sino identificarme.
Quisiera que la desobediencia hubiera servido para otras causas, conjuntas y compartidas, pero en el preciso instante de la ruptura respeto sus decisiones y asumo está voz colectiva.
La decisión popular no será respetada, pero los catalanes han abierto vías insospechados. Un Estado que sacrificó su soberanía, sus trabajadores y su futuro para complacer a los poderosos del mundo terminará por descubrir que las naciones se rompen cuando sólo pueden ofrecer multas, golpes y sumisión.
Octubre apenas empieza y yo digo: gràcies compatriotes, heu demostrat avui que porteu, als vostres cors, una genial espurna de llibertat. Inútil o no, viable o no, quedará el gest. I el recordarem tots.



Y luego de este auténtico parteaguas que cimbró el ánimo de todos empecé a ver la habitual corriente de la manipulación mediática (los policías son acosados, etc., etc.) y las eternas discusiones, inútiles y cansinas, sobre las razones de los catalanes y, de nuevo, los porqués de la independencia, mientras los buenos samaritanos de la izquierda que no pudo ser pedían -y pedirán- paz y diálogo. Y se me ocurrió pensar que no necesitamos ni justificaciones para la independencia de Cataluña ni llamados de amor para rehacer la imposible patria. Y como no volví a ser independentista, pero quiero que se proclame la independencia de Cataluña, siento que me debo una explicación que, por otra parte, nadie me pide (ventaja natural de estar muerto en mi tierra).

Así que ahí voy.



Por qué yo sí quiero la independencia de Cataluña


Lo interesante del fenómeno, y el motivo por el cual yo apoyo el referéndum ilegal, la resistencia catalana y la proclamación de independencia, el DIU, la DUI o el DIUEN, es por una simple y jodida razón: esta es la última trinchera que nos queda antes de la rendición final.

No nos engañemos, por favor. Desde aquellos tiempos entusiastas del 15M, las Mareas y la insurrección de los universitarios sin futuro hasta la inesperada consolidación del bipartidismo ibérico y el imposible sorpasso de Podemos, andábamos, de mes en mes y de depre en depre, escasos de fórmulas rupturistas. Hasta que los magos del proceso se sacaron de la manga una insurrección cívica que era la quintaesencia del kumbayismo; esta religión popular hecha de canciones folk, fogatas de montaña, comuniones grupales y derechos civiles que hace de la unanimidad de las buenas intenciones y las amplias sonrisas un decálogo de resistencia, inasequible al desaliento por su propio imaginario social, fundado en un buenismo integrador que difumina todas las luchas (y no solo las de clase) en un mínimo salvador que, en un inesperado giro total, resultó ser la independencia de Cataluña, este lugar de todos y para todos donde hasta gusto daría quedarse. Podéis reíros de esta fantasía comunitaria pero su existencia, presencia y consistencia explican -junto a la ausencia de cálculos realistas- su capacidad de llevar el desafío hasta sus últimas consecuencias.

Por tanto, ya no importa quién ni cómo. Serán los kumbayás, nos guste o no. Porque es tiempo de decir que las otras resistencias han sido vencidas, desactivadas e integradas en un bucle de desesperación permanente. No voy a analizar las causas del fracaso , pero es un hecho que el régimen del 78 no solo sobrevivió, sino que nos venció.

Así pues, el desafío catalán, o esta nítida ruptura con el edifico del consenso constitucional, representa la única opción de derrota victoriosa. Y me explico de nuevo: si se atreven a proclamar la independencia, el Estado convertirá a Cataluña en tierra ocupada, su clase política será encarcelada o inhabilitada y una mayoría de compatriotas vivirá en una dictadura de facto donde no tendrán voz y, al tiempo, quizás ni voto.

Y aunque bien diga Guillem Martínez en CTXT que los gobiernos del posfranquismo pudieron lidiar con la guerra vasca durante treinta años, yo creo que esta vez perderán en el frente catalán la contundente victoria cultural que obtuvieron en Euskadi donde la percepción de dos bandos enfrentados se convirtió en Estado + Sociedad Civil versus fanáticos + terroristas. Y todo un pasado de lucha y orgullo quedó sepultado en la aplastante retórica de la democracia que venció al terror.

Así, que, en esta coyuntura imposible, no habrá lugar para los expertos en la negociación de altura y los pactos bajo mano para desactivar todo aquello que huela a poder popular (sí, esa palabra prohibida desde los setenta). Sin tanto rollo, pues: el silencio y la complicidad de tantos se romperá, se dividirá, se asfixiará en la verdad de las porras y las pistolas que vendrán de un solo lado. Y esta vez no podrán decir que los otros eran violentos desquiciados.

Todo lo que sucede (y sucederá) ante los ojos del mundo ya sucedió antes en Reinosa, Bilbao, Sagunto, Cádiz o Madrid, solo algunos conversos lo olvidan, pero ahí te va la diferencia. Entonces, para finales de los noventa, se hizo costumbre callar, acatar y aceptar que tribunales especiales cerraran periódicos o ilegalizaran partidos y aplicaran el estado de excepción cómo y cuándo quisieran. Hasta aplaudían a Baltasar Garzón por ello. Desde el #1O, nada de esto será tan aceptable, consensual y mayoritario.

Eso es todo lo que atisbo a ver. No será ni la nueva revolución ni la nueva frontera pues no estamos al lado de Rusia ni servimos para los juegos geopolíticos de Occidente. Y, aun así, la ceremonia del adiós será lo único que no pensábamos que fuera: una derrota que se convertirá en victoria porque desnudará, de una forma absoluta, un sistema de complicidades que por años pudo absorber y corromper toda fuerza de transformación, mientras ofrecía a sus pocos enemigos dosis sin fin de tortura y humillación.

Hoy, para proseguir su misión civilizadora, deberán humillar a millones. En su victoria “legal” deberá exhibirse como una maquinaria de represión y dominación, para lo cual deberá tirar al bote de la basura la otra maquinaria, discursiva y mediática, que aguantó, hegemónicamente implacable, por más de treinta años: esos consensos y acuerdos de Estado que solo prolongaron la agonía de una gran mayoría de súbditos de la corona, los trabajadores, depauperados y anulados en la recurrente liquidación de todos nuestros derechos.

Y es por eso mismo, contra todos mis principios, le apostaré al grouchomarxismo y me buscaré otros. Todo para decir que yo sí quiero que proclamen la república catalana y no se posponga más la independencia de Cataluña. Porque esto es un parteaguas, una rendija y un punto crítico. El único que nos queda para que el mundo sepa de qué material está hecho la democracia española.

Sé que el Estado vencerá porque tiene todo de su lado. Capital, imperio y medios contra unas masas eclécticas y confusas que no pueden ganar más que en lo moral. Que es justo donde insisto: la derrota legal será una victoria moral y un triunfo cultural. Y hundirá, para siempre, los cimientos del consenso ibérico. Solo entonces la transición habrá muerto y podremos imaginar qué hacer con las ruinas de la democracia que no fue.

Lo que España perdió en la Guerra Civil, o la posibilidad de la nación republicana, lo que España perdió en la Unión Europea, o la soberanía económica, culmina con lo que España perderá este octubre del 2017: el consentimiento de la dominación, que no destruye el poder, pero elimina el consenso. De hoy en adelante, y gracias al quijotesco valor de miles de catalanes, todos veremos al emperador desnudo, arrogante y pendenciero blandiendo el bastón del terror por calles vigiladas de la rebelde provincia.

Y cada vez que pontifiquen sobre el modelo español, reirán las hienas, los leones y los venados. Y todos los gobiernos de América Latina. Si esto no es genial, decidme: ¿qué otro movimiento consiguió objetivos tan inalcanzables?

Por eso, y a contrapelo, yo apoyo la independencia de Cataluña.
 
 
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